A 50 años del rescate de los sobrevivientes de los Andes: “A los 10 días el mundo nos abandonó y actuamos”
El glaciar de las Lágrimas es un punto casi inalcanzable en medio de la cordillera de Los Andes, que según los mapas se encuentra en la provincia de Mendoza, a 3750 metros de altura y 1200 metros de la frontera entre Argentina y Chile. Allí, hace 50 años, 16 jóvenes uruguayos esperaban el final de su agonía. Se desparramaban, sucios y agotados, en torno a lo que quedaba del fuselaje del avión de la Fuerza Aérea Uruguaya que los iba a llevar desde Montevideo a Chile.
Cuando partieron del aeropuerto de Carrasco eran 40 pasajeros y 5 tripulantes. Diecinueve de ellos formaban parte del equipo de rugby de Old Christians que iban a jugar un partido frente a Old Boys de Santiago. Los acompañaban amigos y familiares. Una escala en la ciudad de Mendoza por el mal tiempo fue el primer mal presagio. El viernes 13 de octubre -día y números fatales- volvieron a partir. Un mal cálculo del piloto del Fairchild Hiller 227, el coronel Julio César Ferradas, hizo que el ala derecha impactara contra el pico de una montaña, la aeronave se partiera a la altura de la cola, perdiera el ala izquierda y el resto se deslizara hasta allí, donde aguardaron un milagro durante 72 días. O quizás, la muerte.
No lo podían saber con exactitud, pero lo sentían en la piel: por las noches soportaron temperaturas de hasta 30 grados bajo cero y en el día los laceró el sol implacable que rebotaba en la montaña nevada. Aprendieron cómo hacer agua con la nieve, a racionar la poca comida que tenían -en rigor, una lata de mariscos para compartir entre los primeros 26 sobrevivientes-, a improvisar abrigos con la tela de los asientos, a rebuscar entre las valijas cualquier elemento que les permita vivir un día más. Así hallaron una radio a transistores, que la pericia de Roy Harley hizo funcionar. Les llevó la peor noticia del mundo que habían dejado atrás: ya nadie los buscaba. “A los diez días, nos enteramos que el mundo nos había abandonado y actuamos”, contó Carlitos Páez.Las misiones de rescate insumieron 142 horas de vuelo y concluyeron definitivamente el 21 de octubre. Hasta ese momento creían que los irían a buscar. Hubo rabia, llantos y lamentos. Pero se impuso la palabra de Gustavo Nicolich, que murió una semana después en un alud: les dijo que era una buena noticia porque ahora, la salida de esa trampa dependía de ellos mismos.
También los desvelaba la certeza espantosa de que cada uno de ellos se podía convertir en el único alimento de los que los sobrevivieran. Cerca de ellos estaban los cuerpos de amigos y desconocidos enterrados a las apuradas bajo un manto blanco, que los conservaba. De los 45 que volaban, 13 murieron en el impacto inicial, cuatro durante la primera noche, otros tantos por las heridas a lo largo de los días que estuvieron en la Cordillera y ocho en el alud durante la noche del 29 de octubre. Terrible trampa que les hizo pasar tres días encerrados en el fuselaje, con apenas un pequeño agujero para respirar.
Entre todos tomaron la terrible decisión de comer la carne de los cadáveres cuando la otra opción era morir de hambre. Tuvieron que vencer las resistencias internas, las morales, las que la religión (provenían de un colegio católico) les imponía. Se convencieron de que el alma ya no estaba en esa carne y en esos huesos. Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, ambos estudiantes de medicina, se encargaron de diseccionar los músculos. Zerbino fue el primero, y llevó a cabo la tarea con un vidrio. Adolfo Strauch y Eduardo Strauch, primos, los ponían al sol para secarlos y los repartían. Llegaron a alimentarse con un cuerpo cada tres días. No obstante, la debilidad de todos era cada vez mayor: Harley, por ejemplo, pesaba 85 kilos cuando salió de Montevideo. Cuando lo rescataron, arañaba los 38.
El alud y la información que ya no los buscaban los hizo tomar la decisión de organizar una expedición para salir de ahí, aunque las probabilidades de éxito estuvieran en contra. El plazo se acortaba y ya no quedaban opciones. “La gente cree que éramos Los Pumas, pero nada que ver, éramos jugadores de colegio, ni siquiera atletas. Nos juntábamos dos veces por semana para jugar y punto. Es más, yo ni siquiera iba a jugar en Chile. Era un viaje de diversión, nomás. De los 16 que nos salvamos, solo 5 iban a jugar el partido, del colegio éramos 9 y otros 7 ni siquiera iban al colegio”, le contó Carlitos Páez -el hijo del pintor Carlos Páez Vilaró- a Infobae.
Se dividieron en grupos, cada uno tomó una tarea. Páez, por ejemplo, hizo una bolsa de dormir para los que marcharan a enfrentar las montañas. “Fue lo mejor que hice en toda mi vida”, puede contar hoy. Harley, con estudios de ingeniería, se encargó de la radio. Strauch inventó zapatos para nieve con los asientos del avión , y también anteojos para el sol.
El 12 de diciembre continuaban sumergidos en aquel océano de montañas, frío y falta de oxígeno. Equiparon con lo que pudieron a Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintin (carne, ropa extra, agua y hasta un poco de whisky), que comenzaron a caminar rumbo a lo que, pensaban, sería el camino más corto. Tomaron la ruta más larga, hacia Chile. Vizintin regresó al Glaciar de las Lágrimas luego de la tercera noche: se dieron cuenta que los víveres no serían suficientes para tres. Además, Parrado y Canessa estaban en mejores condiciones para afrontar aquella empresa dura e improbable. Canessa, porque era el más dotado físicamente de los 16: lo apodaban “Músculo”. Parrado, porque lo impulsaba el deseo de contarle a su padre que vivía, y que había cuidado del cuerpo de su madre, Eugenia, y de su hermana, Susana, que sobrevivió al accidente para morir el 21 de octubre. Ellas dos jamás fueron tocadas para servir de alimento. Aunque, en realidad, sólo ellos saben de quiénes fueron los cuerpos que les permitieron sobrevivir.
Durante los primeros tres días, desde el avión los veían trepar la montaña. Cada vez se hacían más pequeños ante sus ojos. Pero en realidad, se estaban agigantando en la búsqueda. Mientras tanto, las provisiones para los catorce que se quedaron en el fuselaje mermaban. Comenzaron a recorrer la zona en la búsqueda de los cuerpos que no habían podido ser recuperados. Así, una de esas pequeñas expediciones, Zerbino halló la cola del avión y a quienes habían muerto allí.
Mientras tanto, Parrado y Canessa seguían la marcha. Exhaustos, débiles, pero con una fe inquebrantable, escalaron en esos primeros tres días hasta los 4600 metros, sin conocimiento de andinismo y con la única ayuda de los cinturones de seguridad del avión, que usaban como sogas. Cuando alcanzaron la altura máxima, observaron debajo un pequeño valle, el que forman los ríos San José y Del Azufre. Caminaron durante seis días más. El paisaje árido de las primeras jornadas dio paso al verde, a los árboles y a un aire repleto de oxígeno. Y de pronto, en el anochecer del 22 de diciembre, al otro lado del río Barroso y mientras juntaban leña para hacer fuego, todas las esperanzas de salvación se cristalizaron en dos figuras humanas. Arrieros que estaban junto a sus ovejas por esa zona. Uno de ellos, el ángel de los desesperados del avión: el arriero chileno Sergio Hilario Catalán Martínez, de 43 años, casado con Virginia Toro, y padre de nueve hijos.
Cuando los vio, el hombre intuyó que esos dos espectros que divisaba eran sobrevivientes del avión uruguayo que había caído, se presumía, cerca de donde él andaba. Como el torrente del río les impedía oírse, Catalán les arrojó una botella con un papel y un lápiz dentro. Parrado la tomó y escribió con letra urgente y trémula: “”Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedaron 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”. Luego enrolló el papel en una piedra, y se lo devolvió con las pocas fuerzas que le quedaban.
Junto a su hijo Juan de la Cruz, Catalán cabalgó casi cien kilómetros hasta el retén de Carabineros de Puente Negro. Al principio, los uniformados no le creyeron, pero cuando leyeron la nota, el operativo de rescate tomó forma y se completó. Catalán murió el 11 de febrero de 2020, a los 91 años. Desde ese día de 1972, los sobrevivientes de los Andes se convirtieron en sus amigos. Cuando necesitó operarse de su cadera, ellos cubrieron todos los gastos. Y cada año, alguno lo iba a visitar. A su entierro, en representación de sus compañeros, asistió Gustavo Zerbino.
Al día siguiente del milagroso encuentro, en el Glaciar de las Lágrimas, los 14 que quedaban escucharon el ruido de un motor, que a esa altura les resultó un espejismo. Pero cuando el taca-taca-taca-taca se hizo más intenso, sintieron que los 72 días de angustia se reducían a la nada. Eran helicópteros de rescate. Los 16 volvieron y vivieron. En el pueblo de San Fernando se saciaron de comida y bebida, pero guardaron el secreto de la antropofagia para revelarlo luego, juntos, recién en Montevideo.
“Nosotros hicimos que las cosas pasaran. Fuimos a buscar a los helicópteros, no fueron los helicópteros los que vinieron”, le dijo Carlitos Páez a Infobae el 13 de octubre de este año.
La vuelta, contó también esa vez, no fue fácil. “Se mezcló la felicidad de regresar vivos con la tristeza por los que no estaban. Yo perdí a mis dos mejores amigos allá, había estado el día anterior a la avalancha con ellos. Pero en ese momento estás peleando tan por la tuya, que se muere un amigo y seguís. Fue más doloroso cuando volví y me di cuenta que no estaban y no iban a regresar nunca más”. Se refería a Gustavo Diego Nicolich y Diego Storm, muertos en la avalancha.
Pasaron 50 años del encuentro providencial de Canessa y Parrado con Catalán. Sobre esta maravillosa historia se escribieron 26 libros, se hicieron 9 documentales, dos obras de teatro, una película y hay otra en camino. Todos y todas, sobre los 16 sobrevivientes que un día, gracias a un hombre sencillo que pastaba sus ovejas -casi como una narración bíblica- vencieron al destino con la única arma de la obstinación de vivir.